Choza tÃpica de la Baja Mixteca, Chiautla de Tapia, Puebla
Preámbulo
La nueva era trumpiana ha alterado la confianza sobre el devenir de la humanidad. Algunos programas noticiosos de Europa hacen ver una unión ficticia: existe desconfianza mutua y los comentaristas suelen recurrir a diferentes episodios históricos; algunos se remontan hasta las etapas en donde se fundaron los Estados nacionales.
Lo único coincidente entre los que opinan es que existe ya una guerra hÃbrida que pronto podrÃa encender al mundo en forma atroz, volviendo a los negros eventos de la estupidez humana. Más que los aranceles, lo que les preocupa a los europeos son las decisiones que ha tomado Trump en torno a Ucrania, concluyendo que los ha dejado a merced de Rusia. Hablan de un enorme poderÃo, afirmando que su presidente Putin tiene la capacidad bélica para iniciar un Armagedón.
En México se concibe que la guerra arancelaria nos vas a llevar a un desastre económico, como si no pudiéramos con nuestro esfuerzo cambiar este negro augurio. Nada más triste que observar mentes predestinadas que tratan de infundir miedo. Cuando se recurre reiteradamente al temor, la polÃtica entra al terreno de la pusilanimidad.
La mente es extraña, al observar esa proclividad hacia al miedo, inesperadamente recordé un cuento que leà hace 50 años: «El tigre», de Demetrio Aguilera Malta, del cual me voy a permitir hacer una narración libre, alejándome del contenido real del texto.
También me tomé la atribución de cambiar al tigre por un jaguar, que según cuentan algunos pobladores de la Baja Mixteca, lo han visto rondar por la región, como hace más de un siglo y conforme a las narraciones que datan de la época prehispánica. Lo han visto caminar por cañadas y barrancas, en donde en el periodo de lluvias corren portentosos torrentes; quedando en los perÃodos de sequÃa, alrededor de los contornos pétreos, pequeños espejos de agua. La noble gente de la región con su agradable forma de decir las cosas, todo en forma superlativa, hablan de un gatÃsimo moteado; «ansina» de grandÃsimo, extendiendo sus brazos lo más posible y más de una vez.
El jaguar de la Baja Mixteca
Como suele suceder en las pequeñas comunidades, en donde se propagan todo tipo de rumores, más los sorprendentes, a un hombre le platicaron sobre la existencia de un gatÃsimo que rondaba por los cerros, las cañadas, las barrancas y los ranchos de la región. Le dijeron que era un felino enorme y que habÃa devorado a muchos animales, pero que tenÃa predilección por la carne humana. Con certeza afirmaban que habÃan encontrado los restos de tal o cual persona y como si lo estuvieran viendo, narraban los detalles de los ataques; asegurando que se festinaba con las tripas de sus vÃctimas para luego abandonarlas.
A partir de ese momento los dÃas de ese hombre se hicieron infaustos. El temor se apoderó de él y se hizo irrefrenable: se sentÃa acechado y desde cualquier lugar percibÃa la presencia de la fiera. Por donde anduviera, presentÃa que el jaguar merodeaba para alimentarse de su flaco vientre. Sobre su piel corrÃa la trémula sensación de una terrible muerte.
A la bestia la hizo omnipresente: lleno de espejismos, la veÃa continuamente entrar a su choza, abriendo sus terribles fauces y mostrándole sus imponentes colmillos. Sin esperanzas, concebÃa que no habÃa refugio alguno; que el enorme gato alargaba la espera sólo para hacerlo sufrir; que en el cualquier instante serÃa vÃctima de su instinto, con el sadismo que le es propio a los felinos, tal como se lo habÃan platicado.
El gatÃsimo se habÃa apropiado de su mente, no podÃa plantear siquiera una estratagema para su salvación, todo se transformó en ansiedad y delirio. Cautivo de su propia sinrazón contemplaba con un terror anticipado su propia muerte; sus noches se hicieron insomnes y sus dÃas febriles: habÃa desvirtuado su realidad, hasta percibir riesgo en todo lo que hacÃa antes con cierto tedio. Dormido o despierto, lo dominaba una sensación que crecÃa segundo a segundo, los latidos de su ser estaban llenos de sobresaltos. Su palpitación exaltada y su piel siempre empapada por el sudor eran sÃntomas del peor de los miedos: el terror.
La bestia en realidad existÃa, pero lejos – muy lejos – del rancho del pobre hombre. El miedo la habÃa atraÃdo hacia su guarida. Paciente – a una prudente distancia – el jaguar observaba a su vÃctima; cauto como todo felino, no hacÃa movimiento alguno que lo delatara; habÃa percibido la cobardÃa, sabÃa que un hombre asà no tenÃa escapatoria alguna. Su instinto crecÃa con el hedor a miedo que desprendÃa su futura vÃctima: entre más olÃa el miedo, la fiera se excitaba más.
El felino moteado estaba decidido a atacar: a jugar con su pobre vÃctima, como lo hacen los gatos con los ratones; lo tenÃa que perseguir hasta acorralarlo y desvanecerlo con el aliento que expelen sus fauces.
Súbitamente, el jaguar volvió sus pasos hacia la selva caducifolia. El hedor a miedo se habÃa perdido y olÃa una peste distinta; no podÃa, asÃ, satisfacer su instinto.
La vÃctima en ciernes yacÃa muerta, sin exhalar la adrenalina que atraÃa al jaguar. HabÃa sido presa de su propio miedo, que se hizo incontenible hasta en su último suspiro. El gatÃsimo, resignado, se alejó, percibÃa a gran distancia otros miedos que lo excitaban. ¡HabÃa más vÃctimas!
Gildardo Cilia López
Domo de Cristal
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