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La guerra madre y la identidad

Redacción
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Parecidos a aquel rey de Corinto castigado por Zeus, cargamos nuestra pesada roca hasta la cima, sólo para verla rodar cuesta abajo una y otra vez. Esa roca es la guerra, que creemos llevar a su fin cuando, en realidad, la cima —la supuesta meta— nos obliga siempre a recomenzar el trayecto.

Y es que no hemos aprendido mucho de las consecuencias del quehacer beligerante. Quizá porque el Bien es más silencioso, porque sus argumentos se diluyen frente a un Mal que se presenta atractivo: conquista, poder, dinero, dominación.

Las expresiones de la guerra están hoy presentes en el lenguaje de nuestro tiempo: economía, tecnología, biología, aeronáutica, religión e ideología.

La guerra contemporánea adopta un modelo «uberizado» de dominación blindada y botónica —sí, de botones que, al ser presionados, arrojan por igual virus, bacterias o misiles—.
Todo se distribuye según la conveniencia de las empresas que controlan la tecnología, así como de sus accionistas y compradores de acciones, más indolentes que ciegos: gente buena, pacífica, ¿ingenua?, que solo vela por sus intereses y protege su patrimonio.

Basta observar el valor de las acciones de las principales industrias armamentistas en los últimos seis meses, de enero a junio: las de Thales y Rheinmetall han crecido un 300%. Las de Rheinmetall pasaron de 617 a 1300 euros; las de Thales, de 130 a 315 euros. Nada mal para consolar a una viuda (o viudo) hábil con su ordenador. Las ventas de armamento y de sus productos complementarios —cables, metales, chips— van viento en popa.

Los medios europeos, como todos los buscadores de héroes y villanos, están coronando al nuevo procónsul: Volodímir Zelenski. Un emperador cuyo poder proviene de las empresas europeas interesadas en mantenerlo activo en una guerra que consume material bélico, en muchos casos de segunda categoría. El armamento de primera se presume en Irán; el de tercera, en Sudán.

Y es que hay guerra para todos, incluso para nosotros, en este país hermoso, de mala reputación, profundamente desigual, pero habitado por gente feliz. Lo llamamos México.

Es tiempo de pensar en nuestras propias batallas, esas que, en el mejor de los casos, heredarán un país mejor. Tal vez no alcancemos a verlo, pero sabemos que es posible. Sin cambiar la cotidianidad de nuestras vidas —esas vidas que los franceses resumen como métro, boulot, dodo; aquí sería metro, chamba, cama.

Para lograr ese ideal, necesitamos —y ese es precisamente el reto— pasar por encima de nosotros mismos y de nuestros miopes intereses.

Lombardo Toledano, a comienzos de los años 60, hablaba del “problema del indio” para referirse a las reivindicaciones necesarias en el proceso de integración nacional.

Tener una banderita mexicana pegada en el parabrisas de un Mercedes-Maybach no hace más mexicanos a sus propietarios, por más que hablen de las glorias de un país donde los negocios prosperan.

El totonaco o el huichol, el rarámuri o el tlahuica, el chontal o el maya macehual no se dicen ni se asumen mexicanos, aunque algunos políticos o líderes ladinos (o chabochis) intenten animar sus luchas haciéndoles creer que sus reclamos los vuelven dueños de la “verdadera” identidad.

América Latina —y México en particular— es, sin embargo, un ejemplo ante el mundo de ingeniería social: una construida sobre el mestizaje, la concepción de una nueva humanidad, cuyo potencial ontológico reside en la mixidad, en la inclusión y en la pluralidad conjugada de forma armónica y compasiva. Esa que aprende a mirarse desde los ojos del Otro, del criollo, del mestizo, del representante de cualquier alta identidad.

Debemos aprender a dialogar desde un lugar distinto: no desde la rabia, el dolor, el machete o el poder, sino desde la conciencia, la inteligencia, la capacidad de enseñar y desde la realidad de la desigualdad con el orgullo de la identidad.

Quizá, para esto, resulten útiles algunos paradigmas de la Cuarta Transformación, en su primera etapa confrontativa y en la actual, más serena, atenta a resolver sus propios conflictos internos, donde parecen enfrentarse inteligencia y militancia, lealtad y realidad.

La posibilidad del México que Colosio vislumbró emerge de nuevo en el horizonte. Ante la pluralidad de conflictos mundiales, México tiene la oportunidad de emprender un nuevo diálogo interno: conciliador, sincero, doliente, transformador.

¿Habría discutido Augusto Comte, a principios del siglo XIX, en sus opúsculos de filosofía social, con Gabino Barreda sobre la lista de trabajos científicos necesarios para el desarrollo de este país plurinacional? ¿Sería la Escuela Preparatoria Nacional el resultado de ese diálogo?

Y si cambiáramos el enfoque: en vez de institucionalizarla, ¿la asumimos como una Etapa Preparatoria Nacional?

Una hecha de mejores batallas.
¿Una que nos permita ganar todos? ¿Una guerra común, la de la conquista de nuestro porvenir?
¿El México ejemplar que motiva?

Hagámoslo, para no tener que hacerlo después.

 Por: Tadeo Medina 

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